jueves, 2 de septiembre de 2010

La mordaz pregunta

“¿Y ahora qué hago? ¡Por favor, Gonzalo, dime! ¿Qué hago?” Te interpeló ella que, sentada a dos metros tuyos en la vereda de la comisaría, fumaba perturbadamente un cigarrillo e intentaba acomodar su microscópica falda de jean de manera tal que pudiera cubrirle al menos un pequeño fragmento del muslo.

“Pregunta irónica”, pensaste. Y de inmediato contestaste con el mismo apacible gesto que tantas absurdas discusiones te ocasionaría luego. “No sé pues, no tengo ni una ínfima idea. Aquí el ser de las ideas brillantes eres tú.”

Todo lo que te dijo ese minuto y medio después nunca más lograrías recordarlo porque permaneciste ligeramente aturdido, pensando “Esas no pueden ser las piernas de una mocosa de quince años, maldita sea”.

Sí, aún era su cumpleaños y esa pregunta desprendía tal grado de ironía que intentar replicarle algo siquiera mediocremente reconfortante habría sido inútil.


Escasos meses atrás, en una de tantas reuniones, ella, flagrantemente ebria, les objetaba una y más veces a tu camarada y a ti –pero sobretodo a ti- la “irrefutable verdad” de que era simplemente imposible y utópico llegar a alcanzar el éxito en la vida sin haber obtenido antes un título universitario. Es más, alguien sin estudios superiores era incapaz hasta de resolver problemas cotidianos según la núbil sabelotodo.
Tú, claro, en ese entonces -último año de colegio (no escolarizado)- primero muerto antes que decidirte a seguir carrera alguna, defendías y argumentabas tu posición. Carrera, ése era el último plan. ¿Universidad? La última carta, en el peor de los casos.

Ella en su acalorada discusión, ofuscada. Tu camarada y tú, apenas diecisiete años, mofándose de los balbuceos que emitía este ente alcoholizado con aspecto femenino. Interpretando erróneamente, adrede, sus gangosas palabras con fragancia a cerveza y procurando, paulatinamente, hacerle entender que quizá su generalización podría ser algo equívoca. Su mejor amiga, la dueña de la casa, escuchaba atenta a su lado pretendiendo no reírse en demasía.

Como era de imaginarse, tras las carcajadas interminables de tu colega y tú, ella se apartó mostrando su dedazo medio y gritando un “jódanse, brutos de mierda buenos para nada” o algo por el estilo.



Claro, regresando a esa noche en la comisaría, fue exquisitamente delirante que te preguntara qué debía hacer justamente a ti.

Esa misma noche, la de su cumpleaños, llegaste tarde -para variar- y te quedaste chacoteando afuera de la casa con tus compinches. Pasaron ni diez minutos y de pronto la música fue opacada por ese estruendoso sonido que tus amigos y tú decodificaron como “el redoble metal de una batería profesional micrada”. Ningún otro elemento de este planeta hubiera podido generar tal magnitud de sonido, pensaron. Evidentemente, se equivocaron pues ni batería profesional o mecanismo alienígena alguno había desatado el escándalo.



De acuerdo, lo que ocurrió fue que en una densa “discusión de pareja”, un pequeño mequetrefe, en ese entonces ex enamorado de ella (la niña agrandada de la minifalda), sufrió alguna clase de delirio inexplicable que lo “obligó” a soltarle un derechazo a la mejor amiga de su ex enamorada (sí, a la dueña de casa de la reunión a la que habías asistido meses antes).

Aguanta. ¿Un derechazo? Exacto, como lees. Ah claro, pero ella lo abofeteó previamente de modo que está “perfectamente justificada” la reacción del zopenco. Ja. No, claro que no. El primero en írsele encima fue uno de tus compinches que se encontraba próximo a la escena. El cual fue neutralizado en el acto por un botellazo en la cabeza, seguido del empujón que lo precipitaría por encima de la mesa principal de vidrio llena de vasos y botellas vacías.

Sí, fue eso lo que ocasionó el inefable sonido.

Extremadamente inverosímil el hecho de que tu afortunado compinche solo terminara cortándose un dedo.

Veamos, lo que sucedió en realidad fue que él cayó sobre tu amiga, la que tenía unos cuantos kilitos demás. Bueno, digamos que estaba medianamente subida de peso. Está bien, era una gorda con más grasa en el cuerpo que pelos en la cabeza. Pero “gracias a dios” era así porque, al parecer, ese exorbitante tejido adiposo ayudó a “amortiguar” los vidrios. Únicamente le cosieron diez puntitos en el antebrazo que, por cierto, tenía el aspecto de un salame envuelto en esponja para colchones. Esto lo sé porque fue lo primero con lo que me topé cuando me acerqué a la puerta después del escándalo que produjo el incidente.

Lo segundo con lo que te topaste fue el tumulto de mocosos y mocosas que se amotinaban fuera de la casa gritando y murmurando frases como “¡Hay que matarlo!” “¡Sáquenle la mierda!” o el clásico e infaltable “¡Maricón de mierda!”, cantado en corito por las damas, a timbre de tetera.

Para ese entonces tú no conocías, ni de vista, al infeliz desquiciado que estaban a punto de desmembrar a golpes. Hasta que apareció caminando tu compinche con la camisa empapada, el pelo igual y con peinado de emo, y una taruga al lado revisándole la cabeza.

“No, no te haz roto nada, no hay sangre” le repetía la desequilibrada mental que, segundos después, explotó en feroces gritos de guerra cual si hubieran introducido, violentamente, una zanahoria africana por el orificio más diminuto de su cuerpo.

Por un momento se desató tal caos en la calle que te impulsó a buscar al cretino este para unirte a la masacre. Lo divisaste a lo lejos. Como a treinta metros. Pero ya tenía un par de conocidos encima que, uno por uno, estaban partiéndole la madre. El pobre infeliz intentaba escapar y no querías perderte la oportunidad de “romper la piñata”. Intentaste acelerar el paso pero ¡Oh! “Pequeño detalle”… era marzo, aún verano y traías sandalias en las patas. “¡La puta que te parió!”, pensaste y, mientras te las quitabas para alcanzar “la piñata”, descalzo, el desdichado sujeto huía por su vida, aceleradísimo, y tú tras de él con media fiesta corriendo a tu alrededor.

Por fortuna para el infortunado muchacho, ex enamorado de ella, el serenazgo y la policía lo alcanzaron primero e impidieron que muera ejecutado brutalmente, junto a su par de amigos, por la turba generada con el acontecimiento.



No mucho rato más tarde te encontrabas exactamente donde comienza este relato, reflexionando sobre lo absurdo que había sido todo este embrollo y con ella hablándote mientras le mirabas las piernas.

Jamás te hubiera pasado por la mente y es realmente irónico que, al día siguiente, a quien le tocara descubrir la payasada que era esa comisaría fuera a ti.

Sí, claro. Pero mucho más irónico aún es el que ella, casi un año después, terminara convirtiéndose en tu enamorada.

Y bueno, esa ya es otra historia.

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